Así, los cambios tecnológicos y sociales hacen nacer palabras nuevas al mismo tiempo que entierran a otras en el olvido de su obsolescencia. Son legión los vocablos que han dejado este mundo con la extinción del entorno en que medraron. Ya nadie recuerda, por ejemplo, qué era un lañador, para qué se utilizaba el mordante o a cuántos adarmes equivalía un tomín.
Sin embargo, al igual que los seres vivos –repito imagen-, algunos términos y expresiones se adaptan a los nuevos tiempos y permanecen en el lenguaje pese a que el uso para el que nacieron ha sido sustancialmente modificado por el curso de la historia. Mudan su significado y se abrazan a conceptos novedosos o bien se petrifican y fosilizan trasladando a nuestra lengua actual expresiones que ya no se corresponden con la forma que literalmente definen.
Es el caso, por ejemplo, de “cámara”, sustantivo que denominaba a una habitación o estancia, pero que por el efecto conocido como “cámara oscura” dio nombre a la “cámara fotográfica” y hoy designa los dispositivos e ingenios para capturar imágenes aunque la tal “cámara” ya solo sea un minúsculo espacio entre la lente y el elemento captador de luz.
La expresión “tender la ropa” no es muy fiel al uso actual, donde mejor diríamos que “se cuelga”. Sin embargo, esta forma de poner la colada a secar es relativamente reciente, siglo XIX más o menos, pues durante siglos las lavanderas han extendido la ropa, preferentemente sobre arbustos aromáticos como romero o lavanda (tal vez de ahí la etimología de esta planta), como queda explícito en la estrofa del célebre villancico donde “la Virgen está lavando, y tendiendo en el romero” o en el Guzmán de Alfarache: «y como cerca de un arroyo estuviese sobre la yerba tendida mucha ropa…».
En realidad son muchas las expresiones que se lexicalizan, es decir, que permanecen incólumes pese a que hayan quedado un poco sin sentido, como ese “tirar de la cadena”, última de las maniobras tras excretar en el sanitario (sin perjuicio de la de lavarse la manos), que refiere, por supuesto, a los tiempos no tan remotos en que el depósito de agua del inodoro se situaba bastante por encima del lugar de asiento y se accionaba gracias a una cadena que colgaba hasta la altura del usuario. Hoy quedan ya pocas instalaciones así, pero “tirar de la cadena” se sigue empleando aunque la operación requerida sea pulsar un botón, girar una palanca u otros mecanismos.
O, menos escatológico, tenemos “echar un cable” donde “cable” es el nombre marinero de una cuerda o maroma gruesa, arrojada por la borda para sacar a alguien del apuro de haber caído al mar, y no el hilo metálico conductor de electricidad que es a lo que hoy usualmente refiere el sustantivo. Curiosamente, el mismo término “cable” se venía usando hasta hace poco como apócope de “cablegrama”, es decir: un telegrama transmitido a través del cable eléctrico, pese a que ya hace décadas que dicho cable había sido sustituido por la telegrafía sin hilos, al igual que se emplea aún la imagen “al otro lado del hilo [telefónico]” incluso cuando es la telefonía móvil la que conecta a ambos interlocutores.
Pero la llegada del cable eléctrico a los hogares también ha dejado un par de expresiones fosilizadas; la más evidente es la de llamar “luz” a la energía eléctrica: factura de luz, corte de luz, etc, resultado de que su primer y casi exclusivo uso doméstico fue el alumbrado gracias al invento de Thomas Alva Edison: la bombilla eléctrica. Aunque la “bombilla”, como palabra del castellano, existía antes que el inventor estadounidense naciera: era el globo de vidrio transparente usado para proteger la llama de una vela o candileja. Igual función aunque diferente tecnología, la palabra sobrevivió, y hoy llamamos “bombilla” (de bajo consumo) a esos artilugios consistentes en tubos arrollados o conjuntos de diodos que ya en poco o nada se asemejan a la esfera de vidrio que le dio nombre.
También fue similitud de forma la que le dio nombre a la “antena”, originariamente uno de los palos de las naos, concretamente el travesaño perpendicular al mástil de donde cuelgan las velas. El dipolo creado por Heinrich Rudolf Hertz para sus experimentos con ondas electromagnéticas debió de parecerle (a él o a alguien) similar a la antena náutica y se trasladó el nombre a los dispositivos con esta función. Hoy, restringida la navegación a vela al ocio o deporte, el auge de las telecomunicaciones ha dejado a la antena casi exclusivamente en este ámbito aunque su forma sea diversa: plana, parabólica, etcétera.
Pero la variación geométrica más sorprendente en un sustantivo es la del “disco”. Tomado el nombre del objeto que los antiguos griegos empleaban en sus ejercicios gimnásticos y competiciones de lanzamiento, fue adoptado para designar, por su forma, los objetos planos circulares. En 1887, Emile Berliner patenta el gramófono, modificando el fonógrafo de Edison para emplear como soporte de grabación la superficie de un disco en lugar de un cilindro. A partir de ese momento la palabra “disco” adquiere el significado del nuevo elemento destinado a grabar sonidos (el Diccionario de la Academia lo registra desde 1925), y ya a mediados del siglo XX, “lanzar un disco” podía ser tanto participar en una especialidad del atletismo como sacar al mercado una nueva grabación musical. Esto último más usualmente.
Con el advenimiento de la informática el modelo se copia y el disco es también el formato elegido para grabar datos. El penúltimo giro sucede cuando los dispositivos de memoria electrónica capaces de almacenar estos datos empiezan también a recibir el nombre de “disco”… ¡aunque no son circulares sino rectangulares! El último escalón, de momento, es la posibilidad de grabar estos datos en “la nube” (otro sustantivo que empieza a tomar nuevo significado), donde los “discos” refieren solo al conjunto de datos conexos y ya no tienen ni siquiera una forma geométrica definida.
Son términos y expresiones que no quieren desaparecer y que mudan su piel para subirse al tren de los tiempos, palabras supervivientes.
Más:
Desequilibrios: Ya nadie tira de la cadena
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