jueves, 2 de octubre de 2014

Infinitos monos



Es probable que ya conozca el lector el teorema que afirma que si ponemos a infinitos monos ante sendos teclados alfanuméricos, obtendremos textos ya escritos por plumas mucho más gloriosas (estrictamente hablando, generarían infinitas copias de cada uno de los textos escritos y por escribir, y además traducidas en todos los idiomas que usasen el alfabeto contenido en el teclado; en realidad, el concepto de infinito es excesivo incluso en esta ocasión).

El caso es que andamos cerca de conseguirlo.


A falta de un sinnúmero de respetabilísimos primates, ya son unos tres mil millones de ciudadanos del planeta quienes se ponen casi diariamente a pilotar un teclado mediante el cual vierten a la red global textos con sus ideas, opiniones y pensamientos. De acuerdo en que aún dista mucho de ser un infinito, pero al menos tampoco teclean completamente al azar, lo que reduce la aleatoriedad del postulado inicial.

Postulado del cual comienzan a verse algunos resultados: prácticamente cualquier estropicio ortográfico, aberración gramatical o dislate léxico que pueda concebirse ya ha sido escrito y hecho público por alguno de estos esforzados voluntarios. (Por supuesto, el ámbito de este artículo se limita a los más de doscientos millones de usuarios en lengua española, pero entiendo que los efectos serán similares en otras lenguas).

Algunos ya forman parte de la mitología popular: hoygan, osea, haber si (o “aver si”), encerio, aveces, a posta, a demás, hechar de menos, cienes (por “cientos”), asta (por “hasta”)… Estos y otros similares se pueden encontrar a decenas en los mensajes que colman cada día las redes sociales, y me temo que la mayor parte se escriben “de buena fe” y sus autores creen que realmente se escriben así.

Nada grave, se lo juro. Por supuesto, los guardianes eternos de la lengua y resto de caverna cultista se apresurarán a vociferar que “la culpa es de internet y de los móviles”. Pero, de cuando todavía faltaban cinco mil años para que la red global echara a andar, nos han quedado tablillas en escritura cuneiforme con horribles faltas de ortografía, seguramente obra de estudiantes que tal vez llegaron luego a ser reputados escribas, una vez bien aprendido el oficio.

No es esa fracción de los millones de tecleadores la que me inquieta. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos son jóvenes en periodo de formación, luego recuperables, o personas cuyo nivel cultural no es alto, y por tanto no son culpables sino víctimas.

El subconjunto de seres provistos de teclado y conexión de banda ancha cuyo manejo del idioma me preocupa es el de los profesionales de la letra escrita, periodistas mayormente. Y me preocupa porque, por un lado, seguramente su capacidad de difusión es mucho más alta; y, por el otro lado, porque son profesionales que cobran precisamente por poner por escrito lo que ven o piensan (aunque tal vez muchos cobren poco y mal, eso no les excusa), así que lo menos que podían hacer, por respeto a su profesión, a sus jefes y a sus lectores, es escribirlo bien.

Raro es el día que no me topo en un medio digital con un “hubieron varios heridos”, “han habido ocasiones”, “difícil de preveer” y resto de la serie de lindezas vulgares, por no hablar de disparates más sutiles (alternancia de “porque” y ”por qué”, masculinización de “ala” o ”área”, queísmos, dequeísmos, etcétera, etcétera) que no debieran figurar en el repertorio de quienes ejercen tan dignísima profesión.

Advierto que tampoco es una situación nueva: siempre hubo periodistas y gacetilleros, gente que trabaja con interés y entrega y gente que cumple con desgana, los que tienen bien claro que su idioma es su espacio de trabajo y los que nunca fueron tan lúcidos como para entender eso. Una simple búsqueda en las hemerotecas basta para corroborarlo.

Pero hoy, a esa insoslayable estadística de la mediocridad, se suma una falsa necesidad de inmediatez, de atropellada actualidad, con la consecuente carencia de revisión; prima sobremanera el contenido y no el cómo se cuenta. Los medios y las firmas colaboradoras han crecido exponencialmente en internet (diría yo que al mismo ritmo que decae el papel impreso). Mucho de lo publicado pasa casi directamente del teclado de quien lo escribe a la página pública. La figura del corrector ha desaparecido y las mesas de redacción no operan sobre la publicación digital, pues el espacio disponible ya no precisa de cicaterías.

Y como nadie es infalible, para eso están los manuales de estilo, los diccionarios y gramáticas, tanto en papel como “en línea”, y el software de corrección de textos (no el que viene con el procesador de texto, los profesionales deben usar herramientas profesionales). En ocasiones quizá bastaría con una lectura pausada y prestando atención a los elementos conflictivos del idioma antes de darle al botón “Publicar”.

Mal panorama. Hubo un tiempo en que se tenía por axioma que la mejor forma de mejorar la ortografía personal era leyendo, leyendo mucho. Ahora no estoy seguro, al menos no si esas lecturas provienen de esta internet con tanto espontáneo al teclado, con título y carné y, tal parece, una dosis de soberbia solo inferior a su desconocimiento de la lengua española.

Mientras tanto mantendré la esperanza de que el teorema de los infinitos monos se cumpla en su aspecto positivo: algún día uno de ellos producirá un texto certero, sublime, arrobador y, además, impecable en ortografía y sintaxis. Es lo que tiene el infinito: que hasta lo más improbable puede suceder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu opinión es tan válida como las demás.

Es probable que esta plataforma utilice cookies no controlables por el autor. Infórmate aquí sobre qué significa esto.